martes, 31 de octubre de 2017

GATO-GALLO


Un sorbo más de café me mantiene despierto durante esta noche de estudio. La química y yo no nos llevamos muy bien desde el colegio. Menos ahora que se volvió universitaria y parece que el título la hace más compleja y soberbia.

Me rasco la cabeza mientras las formulas y los pesos atómicos se revuelcan en mi cerebro como amantes apasionados después de un largo tiempo sin verse. El café les calma los ímpetus para que puedan ir desfilando en orden delante de mis ojos y puedan quedarse en mi cerebro como útiles datos que espero usar en una experiencia real alguna vez en la vida.

En la casa oscura, solo el comedor, mi lugar favorito de estudios a pesar de todo, es la única habitación alumbrada a medias. El resto de la casa duerme placida y en el pasillo apenas se divisa el brillo del piso lustrado en donde el eco de las pisadas de mis gatos parece retumbar en mis oídos.

Me concentro en el tema de mis angustias de estudiante para no escucharlos.

Parece que ya se cansaron pues de un momento a otro dejaron de correr como bichos desaforados.  Al fin el silencio necesario para la concentración. Ese silencio que grita en tus oídos, que es como un vapor espeso que entra en ti, abriéndote poco a poco el canal auditivo. Es un silencio pesado.

Se me cierran los ojos, otro sorbo de café caliente servirá. Las letras se nublan y se cruzan entre ellas.

Miro alrededor del cuarto desde la mesa donde mi cabeza se acaba de apoyar vencida por el cansancio.

Nuevamente, el eco de las voces comienza como lo hace de vez en cuando desde esa pared que da al dormitorio de mi hermano. Me pongo de pie despertando de mi letargo y me acerco a ella. Pego mi oído, la acaricio con las manos.

Los sonidos de la misa llegan a mí, los cánticos, los rezos susurrados, las voces de los curas que me llevan por un momento a alguna misa medieval. Los cantos gregorianos me rodean.

El sacerdote principal ora y venera a alguna deidad. No reconozco el idioma, nunca lo hago.

Los feligreses le responden en éxtasis, cantando, gritando, casi gimiendo.

Me quedo esperando a que se acalle aquel ruido, nunca dura más de unos minutos.

Me siento mirando mis apuntes de nuevo, no se callan, esta vez parece que la misa va más larga de lo habitual, quizás porque estamos cerca del Día de los Muertos.

Doy un salto poniéndome de pie y tirando la silla al piso con mi movimiento.

El Gato-Gallo, como mi familia y yo lo apodábamos, gritaba en las afueras de mi casa, el sonido entraba por la ventana, ese grito de gato en celo, de gallo herido, de niño llorando, todo en conjunto en un berrido infernal inexplicable llenaba la noche acompañando a la misa que seguía escuchándose en el comedor de mi casa, la habitación más pesada de esta.

Nadie había visto a ese ser, nunca mi madre nos había dejado asomarnos por la ventana cuando lo oíamos. El aspecto del Gato-Gallo era un misterio. Solo nos helaba la sangre con sus gritos nocturnos. Mi abuela decía que gritaba para que los chismosos se asomaran, para que se asomaran y pudiera llevarlos consigo como el demonio de la calumnia que debería ser.

Un escalofrío corrió por mi cuerpo alejándome de la ventana. Esta vez el gato-gallo no se iba, esta vez se acercaba más y a medida que se acercaba los cantos y alabanzas de aquella misa invisible se hacían más fuertes y exasperados.

Con un golpe de aire frío mis ventanas se abrieron, las cortinas volaban agitándose sin parar. Aquel ser incorpóreo estaba adentro, su presencia se sentía como el miedo más profundo, como el frío más tétrico, como el temor más oscuro que sentía envolver mi cuerpo mientras mi corazón se aceleraba cada vez más y mis pulmones casi colapsaban de la agitación.

La pared de la misa comenzó a deformarse, los bultos y depresiones se movían como si de un mar agitado se tratara.

Una cabeza del color del muro emergió de la pared quedándose colgando de ella como si fuera un cuadro. Tenía los ojos abiertos casi fuera de sus cuencas, su lengua colgaba hacia afuera mucho más larga de lo normal, llenando mi piso de babas oscuras y sanguinolentas, gemía llevando el compás de aquel coro fúnebre.

Otra más emergió de pronto,  ésta tenía los ojos cosidos, inflamados, purulentos. La lengua salía de su boca estirada y tensa, enrollando su cuello en varias vueltas que la ahorcaban cortándole la piel.

Otras cabezas emergieron, las bocas abiertas a la fuerza, las comisuras reventadas, lenguas hinchadas que ahogaban a sus poseedores, todos gimiendo, formando el coro de la misa que siempre había escuchado.

Su dios incorpóreo, su dios gritón, el dios que los había condenado por su propia curiosidad de querer verlo, se presentaba ante ellos.  Ahora formaban parte de su corte infernal, de su séquito de suplicantes perpetuos.

Sentí los dedos largos y fríos del ente alrededor de mi cuello que me tenía indefenso mientras las cabezas se agitaban gimiendo cada vez más alto, extasiados en su propio dolor con el cual alababan a su señor.

Me levantó del piso volteando hacia mí, su rostro transparente ahora se hacía notar en un haz de fuego rojo y su cuerpo asemejaba las alas de un ave de plumaje negro.  Abrió la infernal boca gigantescamente rodeando mi cuerpo con ella. Sentí su aliento a azufre, vi su interior donde las almas que guardaba se retorcían entre las llamas de su estómago.  Iba cerrando su boca sobre mí.

“¡Pero yo no mire por la ventana! “ – reclamé histérico y petrificado con mi último aliento.

El Gato-Gallo me levanto hacia arriba gritándome en el rostro, escuche aquel sonido espeluznante e indescriptible del cual había huido toda mi vida, golpeando mi cara.

Las cabezas se agitaban ahora en silencio, como en un éxtasis conjunto, todas al mismo tiempo, al mismo ritmo.

Volvióme el ser a asirme hacia su boca, condenado estaba yo a que me engulla y formar parte de su colección de cabezas lapidadas, cerré los ojos, su interior ya quemaba mi cuerpo.

La puerta del comedor se abrió, caí sentado en el piso mirando como desaparecía toda mi visión en un segundo mientras mi madre se asomaba preguntándome porque abría las ventanas con tanta fuerza.

No le contesté, aun mis dientes castañeteaban de miedo mientras apretaba una pluma negra en mi mano.






viernes, 13 de octubre de 2017

LENGUA DE GATO

La hermosa pelirroja regreso del bar una vez más con un cliente deseoso.  El pequeño cuarto preparado para estos menesteres los esperaba con su cama de sabanas desordenadas.

Comenzó su trabajo, el recuerdo de los niños hambrientos la hacía aguantar el asco y las arcadas que le producía ese repugnante hombre que se movía sobre ella con sus carnes gelatinosas, rozando las suyas tersas y aun firmes.

Alrededor, el ambiente caliente le daba a cada inspiración el mismo efecto que una ráfaga de vapor hirviendo quemando su tráquea. El sudor del tipo caía sobre sus ojos cegándola por momentos. Las manos de su momentáneo acompañante la escudriñaban torpe y degeneradamente.

Su pequeña mano ya se deslizaba bajo la cama, ya sentía entre sus dedos el mango liberador del martillo que siempre estaba ahí, como amigo inseparable para ayudarla en el momento preciso.

¡Como deseaba ya sentir los sesos del malnacido entre sus dedos, ver sus ojos desorbitados apagándose mientras la plateada y brillante trituradora de carne lo molía lentamente!

¡Cómo se relamerían los niños!

El primer golpe llegó con ese sonido envolvente, ese sonido que la llevaba al placer más sublime. Aquella resonancia de hueso quebrado, de carne reventada, de arteria fracturada al que siguieron más golpes con sus respectivos ecos.

Ya se había levantado de la cama empujando el obeso cuerpo tembloroso a un lado. Acomodó su corto vestido, el cual, el depravado, ni siquiera había aguantado a sacar totalmente antes de arrojarla sobre la cama.  Lo planchó con sus manos tanto como pudo.

El sonido de los quejidos del hombre la relajaban.

Dispuesta estaba a jalarlo por el piso hasta la trituradora mientras veía la sangre brotar por su cabeza y su rosado cerebro asomarse.  El primer jalón fue interrumpido por el llanto de los niños que, hambrientos, no habían aguantado a su llamado.

Se acercaban a la cama con sus piecitos pomposos y suaves sin hacer un ruido. Ella no intento detenerlos, después de todo, era su culpa, no había apurado los hechos, sus platitos vacíos reclamaban su contenido.

Subieron a la cama como pudieron, sus uñitas se asieron a las sucias sabanas y al viejo colchón, comenzaron a trepar sobre el hombre que torpemente se movía.

Lamieron, lamieron la sangre de su rostro limpiándolo totalmente. Sus caritas manchadas de roja sangre los hacían lucir tiernamente depredadores. Sus lengüitas rasposas levantaban sangre, coágulos, pequeñas porciones de carne desprendida y gotitas de cerebro desperdigadas por la ropa del porcino hombre.
Comenzaron a maullar de hambre, los niños lloraban sin parar, ya habían terminado con la sangre derramada.

¡No lo podía soportar ¡No! ¡No sus niños! ¡No volverían a pasar hambre! Y menos teniendo semejante animal para alimentarse.

“No se preocupen mis amores” – se dirigió a los cachorros con adoración – “espérenme un momentito mis bebés,  no lloren, tendrán más, hasta que ya no se mueva” – susurro mientras se alejaba moviendo sus redondas caderas que una vez más se zarandeaban bajo la verde seda del vestido ajustado.

Regresó junto al hombre y los mininos que adorándola la esperaban, les mostró sus manos cubiertas por unos guantes con lija de metal, rematados en delgadas cuchillas que ella misma había confeccionado y que asemejaban la textura de la lengua y las uñas de los pequeños.

“Todo lo que hace una madre por ustedes”- suspiró hablando, mirándolos cariñosa.

Sus manos acariciaban la cara del hombre cada vez con más presión, apretándola, dándole la sensación de mil agujas penetrando su grueso pellejo al mismo tiempo,  propiciando la aparición de incontables gotas carmesí – “Laman, vamos laman con fuerza” – animaba a los gatitos a alimentarse – “saquemos la carne hasta el hueso” – los alentaba eufórica, lamentándose por dentro de no poder poner la lija en su propia lengua.

Se sentó en el pecho del hombre, que aún vivo se trataba de defender inútilmente con movimientos torpes. Su peso lo inmovilizaba, sus manos se deslizaban sobando los gordos cachetes, las diminutas puntas de las lijas se prendían de cada poro, desprendiéndolo, jalándolo, despegando delgadísimos jirones ensangrentados, arrancándolos del rostro entre gritos y gemidos. Las lengüitas la acompañaban en su trabajo lamiendo con fuerza, sorbiendo la sangre. Bigotes manchados, hociquitos impregnados. Ojitos brillantes, grandes pupilas dilatadas de placer.

Metió un par de dedos en la boca del hombre cuyo rostro asemejaba a una máscara de carne molida, los abrió dentro de ella cortando comisuras con las filosas puntas; una grandísima sonrisa apareció en la otrora cara casi llegando hasta las orejas.

La pelirroja rió, rió como no lo había hecho en mucho tiempo, los maullidos la acompañaban como riendo también ante el trabajo familiar. Apoyó las dos manos sobre los ojos, sobo y sobo hasta que los parpados desaparecieron en lenta agonía, hasta que quedaron pegados en los guantes y solo los unían a el hilos de sangre y delgadas tripas de piel. Sobó y sobó hasta que los guantes rasparon los pómulos desnudos, pelados ya de carne y grasa, amarillentos huesos que entre mutilada carne se asomaban.

Los aullidos del hombre eran cada vez más débiles, su cara ya no existía, los gatitos sobre su rostro casi no dejaban verla, sus lengüitas no se detenían al igual que las manos de su madre. Gatitos blancos, negros, amarillos, grises y tricolores ahora todos unidos en monocromo escarlata, ensayaban sus colmillos arrancando tiras de piel colgada, pequeños tigrecitos salvajes.

El último grito se oyó al meter una larga uña metálica por el hoyo que había hecho el martillo en el cráneo, jaló los sesos hacia afuera que salieron  como una larga tira de salchichas rosadas y babosas que cayeron sobre la cama para deleite de los cachorros.


“Que desorden, que suciedad” – frunció el ceño la pelirroja mirando con ojos sonrientes a sus mininos que se relamían las patitas tratando de limpiarse. Arrojó los guantes al piso, en el cual se sentó lamiéndose el dorso de la mano y pasándolo por su frente limpiando poco a poco la sangre y coágulos que se habían pegado en su piel y en su cabello de cobre. 


*Para más historias de la pelirroja por favor click aqui.

viernes, 8 de septiembre de 2017

¡FELIZ CUMPLEAÑOS A MI!


*Favor de leer el presente relato con la melodía adjunta.

Los brillantes colores de mi tiara de princesa reflejaban, en este día de setiembre, los rayos que el sol hacía lucir como partículas de oro en un haz de luz que penetraba por la ventana del castillo de ventanas góticas terminadas en punta como la más filosa espada.

Mi vaporoso vestido bailaba conmigo en una danza etérea acompasada con la música de violines que sólo yo escuchaba. Mis padres mil veces me habían tratado de convencer de que esas melodías no existían pero mis dedos reventándoles los ojos con la presión de solo mi fuerza, los habían persuadido de su existencia.

Sus cabezas me acompañaban ahora como pequeños candelabros para una sola vela y custodiaban a las de mis otros invitados que presas de la emoción de mi cumpleaños habían venido a saludarme.

No sé porque me niegan el placer de danzar mi baile, no sé porque no escuchan lo que yo, no sé porque me miran con ese rostro desencajado, no sé porque sus lenguas son tan difíciles de arrancar, pero no imposible, nada es imposible con la fuerza que nos da Dios padre.

Siempre respeté a nuestro Señor, siempre me inculcaron la fe católica. Por esto agradezco cada año al creador por uno más de vida. Especialmente éste en que me había rodeado de mis seres más queridos, los cuales me festejaban entregándome su más preciado don, la vida mortal que representada en sus cuerpos desmembrados daban el color y la humedad a mi pastel de cumpleaños.  Soplemos las velas.  


miércoles, 5 de julio de 2017

EN PUNTITAS

Su pequeña figura rompía el paisaje bicolor del cielo de París. Los colores sangrientos del atardecer trastocaban su silueta oscura que saltaba de techo en techo en los tejados de la ciudad luz.

Sus largos cabellos negros flotaban en el aire con un tiempo retrasado. Se movían lentamente, más lento que el mismo aire que agitaba los transparentes tules de su ropa oscura como el ébano.

En su mente dañada y rota un violín resonaba perpetuo.  Sus notas le hablaban de sangre y hambre, de deseo y muerte.

En puntitas bailaba sobre las rojas tejas de Paris, al fondo, las formas de la Torre Eiffel y Notre Dame adornaban el horizonte sombrío.

El recuerdo de la vida la invadía en su baile sin rumbo, las remembranzas de sus actos que la habían llevado al limbo eterno de donde se escapaba cada luna roja, la hacían danzar frenética esperando, deseando, buscando.

Buscaba niños, pequeños bastardos sin padres, querubines abandonados a su suerte, infantes olvidados por la vida, perdidos, sin destino. ¿Quién más que ella para mecerlos en su seno?¿Quién más que ella para tomar su último aliento? ¿Para absorberlo inhalándolo?¿Quién más que ella para susurrar las más dulces palabras y canciones infantiles antes de cubrir con sus largos dedos sus finos cuellitos y retorcerlos hasta que, en un acto de cruel generosidad, se quebraran hasta la muerte?

Su cuerpo ya se pudría en aquella fosa sin nombre, olvidada por los hombres, despreciada por las mujeres, odiada por las madres. Pero solo aprisionaron su cuerpo, lo flagelaron, lo mutilaron, lo castigaron por la generosidad de sus actos con los huérfanos. Jueces inclementes e ignorantes de su magnificencia que la condenaron.

Pero su alma no fue atada, el príncipe de las tinieblas le soltaba el hilo rojo atado a su tobillo con cadenas ardientes cada luna sangrienta.

Era su recompensa por ser tan fiel seguidora.

De un salto bajó del tejado al adoquín de la calle que frío esperaba su pisada; a unos metros, la puerta del orfanato entreabierta iluminaba la vereda con un fino haz de luz.


sábado, 22 de abril de 2017

HOMO LUPUS: Enamorados



*Favor de leer el relato con la melodía adjunta.

Angelique se movía entre las sombras de la ciudad que fría le regalaba los vapores de su niebla. Su rojo pelaje al viento se confundía con el aura escarlata de algún demonio en fuga.

Los faroles de aceite despedían su olor acostumbrado y las damas de largos vestidos barrían, sin querer con ellos, las calles. Los carruajes, en su loco correteo, se inclinaban sobre las húmedas piedras del camino al chocar de los caballos.

Escondida en las esquinas más álgidas husmeaba recelosa. Sus grandes ojos brillaban fieros mostrando su lado más salvaje pero su mirada era fija denotando la inteligencia propia de su naturaleza humana.

Un perro callejero le aulló asustado al encontrarla sin querer, un garrazo destrozando su cuello fue lo último que sintió.  Salió de ahí avanzando entre las callejuelas oscuras y húmedas, la lluvia cual clavicordio enfurecido taladraba sus oídos y opacaba el sonido de sus movimientos.

Versalles brillaba en una de sus miles de fiestas. Sangre noble borboteaba entre vinos y champagnes que les darían un sabor alcohólico.

París era tan diferente a Gévaudan, aquel pueblito al sur del que había huido poco antes. Había logrado evadir al caza recompensas que la perseguía incansablemente y regresaba a su ciudad de origen en busca de su familia y su hogar perfecto de perfecta dama.

El enrejado del palacio le impedía la entrada, lo rodeó olfateando, mirando las posibilidades. Los guardias lo cercaban, solo esperaba un descuido de cualquiera de esos jóvenes vigilantes. Solamente necesitaba que se alejen un poco, que ingresaran a uno de los jardines en los cuales ella, amparada por la oscuridad de la noche y su madre luna, era la reina.

Al fondo, el clavicordio, esta vez uno real y no el que siempre taladraba su mente, sonaba ligero envolviendo a los invitados de los bacanales acostumbrados por el soberano inquilino de palacio.

Afuera, la lluvia se convirtió en pálida garua que la acariciaba sutilmente sin lograr entrar en su rojizo pelaje que brillaba como bañado por polvo de ángeles malignos.

Al fin era la loba roja nuevamente, al fin libre a sus instintos de carne y libertad. No apretaban su gentil cuerpo vestidos ajustados ni modales impuestos.

Angelique rugía a la vida, caminó entre los hermosos campos recién podados, el olor de la húmeda tierra la acompañaba. Llegó al lugar más oscuro de los reales jardines de Versalles y ¡ohhh! buena suerte, bendición de algún dios travieso, un hoyo libre de reja la esperaba.

Su musculoso cuerpo se estiro entrando sigilosa.

Los ventanales aullaban de luz y música, las figuras caprichosas se movían de un lado a otro. Hermoso clavicordio que cantaba a la vida, notas suntuosas de lujuria que despertaban su sangre y sus deseos.

Detrás de un arbusto esperó asechando.

Jóvenes enamorados que se alejaban del mundanal ruido para llegar al oscuro jardín, perdiéndose entre los laberintos verdes del césped que formaba muros que los escondían de las miradas lascivas. Se entregaban a sus instintos, a sus carnales intenciones, a sus manos encendidas.

Angelique se acercaba oliendo el deseo que los abrasaba. La joven, con los ojos cerrados no vio venir la sombra roja que se cernía sobre el cuerpo de su candente amante. El no profirió un grito cuando la cánida dama hundió sus colmillos en el cuello masculino destrozándolo.

No se quejó cuando su cabeza colgaba de una débil lonja de carne que la unía a su cuerpo. La muerte escarlata puso su gran pata sobre el pecho desnudo de la chica, que minutos antes henchido de deseo se dejó exponer, los ojos horrorizados de la joven y el grito atorado en la delicada garganta incitaron a la bestia.

El hocico babeante dejaba caer la vil saliva sobre la rosada boca que la bañaba como rocío de cualquier mañana primaveral.  Las uñas como cuchillas afiladas desgarraron piel y musculo, quebraron hueso y cartílago. Sacaron el corazón que aun latía enamorado.

Angelique devoró amor esa noche. Intestinos y húmedos órganos fueron su complemento.

La noche terminaba, el manto violeta del amanecer comenzaba a cernirse sobre el real palacio. Huellas rojas de grandes garras estamparon la verde alfombra de césped mientras se alejaba.

Una vez más a su hogar, una vez más a su perpetua celda de oro forrada.

Nuevamente el mausoleo familiar la acogió en su infinita locura y dolor físico. La transformación revertió su maldición. Musculoso cuerpo en grácil figura,  horroroso hocico en angelical rostro. Pelaje escarlata en rojizo cabello sedoso pegoteado aun por la sangre que se secaba formando un casco de vergüenza.

De pie, la dama recogió su ropaje escondido entre los muertos. Vistiose tímidamente.

El frío aire matutino la hizo respirar en un suspiro triste. Limpio su boca ensangrentada aun, ya sin hambre. El cercano río lavó sus cabellos más rojos aun por el vital líquido.

Salió del cementerio, enrumbó hacia su hogar donde debía llegar antes de que el astro rey toque los ojos de los que ahí vivían.


Detrás de ella un par de ojos la miraban, nuevamente la había encontrado. Esta vez no se salvaría. La muerte estaba escrita para el bello monstruo. Esta vez, ni su belleza solo comparada con el amor mismo, ni sus ruegos saliendo por aquella boca roja como el más jugoso fruto, ni la cabellera que enmarcaba la más bella obra de arte la librarían de sus balas de plata.


*Si deseas saber como fue la transformación de Angelique, click aqui

jueves, 20 de abril de 2017

ORGASMO

Mis ojos abiertos solo veían tu cuerpo sobre el mío, el vaho que tu piel expelía me envolvía en el torrente de deseo más sublime y salvaje. Nunca en mi vida tuve un hombre que me hiciera temblar la tierra, que me pierda en el placer y que me haga olvidar la existencia mientras me tenía entre sus brazos.

Tus largas caricias me embriagaban haciéndome abrir la boca en gemidos ahogados y algunos escandalosos. Tus manos manejaban mi cuerpo como si éste fuera una muñeca de trapo que encontraste en cualquier lugar.

Cada pose, cada sucia palabra,  cada mordida y arañazo sorpresivo me llevaban a un nuevo nivel del placer más febril.

Había encontrado al fin lo que tanto había esperado, lo que tanto había pedido, lo que solo vi en películas y que supuse, no existía o yo no conocía.

¿Cómo era posible que alrededor mío la gente hablara de sexo lujurioso, de actos en los que no escuchaban, no oían, no olían ni saboreaban otra cosa que no sea el cuerpo de su amante de turno?

¿Por qué yo solo veía el techo o el colchón y pensaba en qué tenía que comprar para la comida de la semana mientras era poseída por un cuerpo caliente pero no vibrante?

Yo era tan simple, tan sencilla en mi forma de ser, de vestir, de vivir.

Mi vestido azul había sido roto por ti, embestido por tus grandes manos que echaron mi pequeña canasta de costura sobre la cama tirando los carretes de hilo multicolores, centímetros y tijeras sobre ella.

Encima, mi cuerpo ya semidesnudo bajo el tuyo se envolvía en mil hilos que lo apretaban cada vez más llegando a cortar la piel en algunos lugares en los que hacías presión olvidado en tu propio placer. Mi piel no se quejaba, al contrario, disfrutaba de aquel placentero dolor que se dibujaba como mapa cartográfico del propio Eros en mi piel desnuda.

El éxtasis llegó al mismo tiempo, en alaridos bestiales, en movimientos salvajes, en sudores compartidos y respiraciones entre cortadas.

El primer orgasmo estaba a mis puertas, entre las dos delicadas medias lunas que cubrían la entrada a mi entraña eterna.

Gemiste como animal en celo, como salvaje ser en el acto más básico y carnal mientras llenabas mi interior con tu simiente.

Mis manos asieron las tijeras que con un corte certero te abrieron el cuello como la boca más provocadora a un beso. Fui bautizada por tu liquido tibio que caía a chorros cual río de añejo vino sobre mi blanco cuerpo. Tus ojos desorbitados y tu boca abierta en un grito silencioso me hicieron entrecerrar los míos en un orgasmo aparte.

La tibieza de tu sangre recorría cada centímetro de mi piel, cada pliegue , cada hoyuelo y convexidad. Mi boca se llenó de ella cayendo como delicada pileta por la comisura de mis labios.

Flotaba en un mar rojo sobre blanca sábana donde me hundía en lúbrica pasión. Las pequeñas olas que se formaban en cada movimiento de tus fúnebres espasmos me tocaban como pequeños dedos infringiéndome crueles cosquillas.

La blanca palidez reinaba en tu rostro vacuo de vida, tu postrero gemido fue comido por mi boca abierta que atrapó tu aliento final. Mis muslos aferraron tu miembro en su última embestida.

El peso de tu cuerpo sobre el mío como minutos antes había sentido; cobraba, esta vez, nuevo significado. Más pesado, más entregado, más mío. 

Totalmente mío, me cubría para nunca más sentir.

jueves, 2 de marzo de 2017

TREN

Jueves, 02 de marzo

7:51 am
La estación del tren borbotea de calor, el vaho que sale de las veredas y de las entrañas de la tierra, donde descansan los oxidados rieles, no hace más que ahogarme entre sus vapores.

7:53 am
Al fin lo veo venir, el sol destella sobre su cuerpo de metal pintado del más pulcro blanco. Las puertas se abren para dejar pasar al mar de gente que sale del interior de la bestia. De esas entrañas calientes que ahora esperan absorberme como al resto de los mortales que esperan conmigo.

7:53:58 am
Ya dentro, el monstruo de metal se mueve como si de la digestión se tratara. Me agarro de uno de los tubos de metal que alcanzo. Incomodidad. Escucho un crío que llora. Cuando aprenderán las madres que sólo ellas los aman y los soportan y no tienen que hacernos parte de las malcriadeces de sus engendros.

Todos miran los celulares, sus pequeñas pantallas resplandecen en los rostros mecánicos que los miran con diferentes expresiones. Unos con preocupación del jefe molesto que ya a esa hora los está torturando; otros sonrientes, tal vez con algún amor que envuelve sus cabecitas inocentes en sueños de opio incumplidos. La mayoría con gesto indiferente como sus vidas.

Llegamos a la estación central donde se baja gran cantidad de gente y sube otro grupo igual. Yo no, por supuesto, yo tengo que esperar entre los otros esclavos un largo tramo más.

8:05 am
Al fin me siento, igual ya no falta mucho para bajar. Mi mirada se pierde en las ventanas, en las cuales, por la velocidad, se observa más que rayas de colores en lo que deberían ser paisajes urbanos. Rojo, azul, verde, amarillo, blanco, la vida se nos escapa entre ellos, cada día igual al anterior y al siguiente. Inhalo y exhalo nada.

Cierro mis ojos mareado e hipnotizado por los matices que se despliegan ante ellos.

De pronto, un ruido ensordecedor, mi cuerpo golpeado por un puño gigante que me hace volar unos metros apaleandome en un dolor masivo. Oscuridad.

…... am?
El líquido tibio mana por mi cabeza cegándome un ojo, se introduce en mi boca con su sabor ferroso, lo escupo, no lo soporto. Lamentos y gritos lastimeros me abrazan, trato de moverme pero el dolor es insoportable. La asfixia me consume, abro mi boca para tratar de no ahogarme.  Oscuridad a mi alrededor. Sacudo mi cabeza para despabilarme. El peso me ahoga, me aprieta, me tritura.

Al fin veo algo de luz entre el túnel en el que parece que estoy. Con mis brazos me hago un pequeño espacio para sacar la cabeza y tomo una bocanada de aire que salva mi vida por ese segundo. Miro alrededor.

Sobre mí,  cuerpos mutilados, retorcidos como un cienpies aplastado cuyas patas se agitan en los esténtores de la muerte. No tengo fuerza para quitármelos de encima y me van sofocando lentamente.

Miro en torno, apocalipsis, el noveno círculo del infierno desatado. Mitades de cuerpos salen desde el techo de la bestia, que ahora por un giro del destino, uno diabólico y sanguinolento, se convirtió en masacrado suelo.

Aquel niño malcriado ya no llora, los celulares están apagados y todos los rostros tienen la misma expresión.

Los gritos me enloquecen, intento salir de mi prisión de carne.

El fuego avanza, comienza a quemar mis piernas que atravesadas por algún fierro permanecen inmóviles. Se prenden, grito salvajemente, me cocino vivo.

Mi piel revienta ardiendo deformada en burbujas supurosas, mi vista se nubla, los gritos se acallan…….

8:15 am

“Próxima Estación, La Cultura”, alcanzo a oír la mecánica voz antes de abrir los ojos agitado y salir corriendo maldiciendo a Morfeo por haberme pasado una estación. 


martes, 21 de febrero de 2017

ABNEGACION

La luz tenue del bar titilaba sobre su cabello rojo. EL sonido de las copas, botellas y conversaciones incoherentes se escuchaban como un sueño torpe.

Cruzó sus piernas acomodándose en el alto banquito del bar. Su falda se levantó hasta que casi se pudo ver la unión del muslo al nacimiento de las redondas nalgas.

Tomó la copa del verde licor llevándosela a sus labios, una gota cayó en el nacimiento de sus senos corriendo hacia el camino que se formaba entre ellos. La miró fastidiada, siempre le pasaba, era el castigo por tener esos grandes pechos. Con un dedo la recogió y se la llevó a la boca sacando la suave lengua para saborearla.

No era consciente del espectáculo que era para quien la mirara. O tal vez sí.
Debía llegar con comida para los niños, dependían de ella y no había sacrificio imposible para conseguirla.

Se dispuso a buscar algún incauto ya envalentonada por el alcohol y aquellos cigarros que daban tanta risa. Caminó por aquel lugar lleno de mesas marchitas. Su vestido de seda verde se pegaba a su cuerpo que se contoneaba a cada paso. Su cabello rozaba su cintura como los dedos de un amante lascivo.

Delante de ella, unos ojos ladinos la admiraban. No dudó en acercarse , se sentó a su lado y puso un cigarrillo en sus labios pintados del más profundo rojo. Esperó.

Su invitación fue aceptada encendiendo el pitillo y una bocanada de humo salió de su boca entreabierta cubriendo por un momento su rostro de sílfide.

Las copas fueron y vinieron sin que se dieran cuenta de los vuelos que el minutero daba alrededor de ellos

Ella, acostumbrada cada noche a beber para olvidar el cómo y solo recordar el porqué de lo que hacía, aguantaba los toqueteos perversos, los besos babosos, las palabras ofensivas de aquellos hombres que atraídos por su belleza y su distraída moral se acercaban a satisfacer sus deseos más bajos.

Ya entrada la madrugada se dispusieron a salir a dar rienda suelta a la negociación carnal. El quiso entrar a un motelito de mala muerte, esos en los que el baño es compartido por mil almas tal vez más perdidas que la de ella misma.

Ella no lo dejó, tenía un lugar propio donde, hasta lo que era posible, se sentía más cómoda desarrollando su labor.

Al fin llegaron, los niños dormían, todo era por ellos, porque aquellas bocas comieran y no lloraran de hambre como ya lo habían vivido anteriormente. Ella no soportaba la idea de verlos nuevamente en la calle muertos de frío y ansías de llevarse algo a la boca.

Entraron por la cocina al pequeño cuarto acondicionado para estos menesteres. Una desvencijada  cama de vieja madera los aguardaba.

El entró dejándose caer pesadamente sobre el colchón que apenas lo sostuvo, jaló la pequeña mano de ella haciendo que cayera torpemente sobre su rechoncho cuerpo. Sus manos sedientas de sexo la tocaron lascivas por cada parte que encontraron. Ella asqueada imitaba aquellos gemidos que lo llevarían al éxtasis y por ende, a perder la conciencia de la realidad.

Sólo era cuestión de aguardar. De esperar y aguantar un poco, un poquito más,  sus besos inmundos, su lengua repulsiva, sus manos obscenas hurgando cada deseada parte de ella.

 La enajenación llegaba al fin, la agitación del porcino hombre sobre su cuerpo lo delataba, sus jadeos animales y la saliva que caía de su boca hacia su rostro, la cual esquivaba como podía, la llenaban de la furia que necesitaba.

Empujada al extremo de la cama por las embestidas furiosas del degenerado, metió la mano bajo ésta y sus dedos tocaron su mango, la madera suave abrazada por su mano, madera salvadora y liberadora.  La empuñó con toda la fuerza contenida en su aun joven cuerpo y almacenada en años de impotencia y asco.

EL martillo de fuerte fierro le reventó la cabeza abriéndola en dos, los sesos salían deslizándose por lo que fue la frente y caían sobre los ojos llenando la cuenca vacía de uno de ellos que rebotaba en su rostro por el impacto.

No había muerto, ella cuidaba mucho que no murieran, solo deseaba que estuvieran a su merced sin poder defenderse y gozar de ver esa agonía, ese medio camino entre la vida y la muerte que se iba colando por cada seso y hueso caído entre pequeños ríos de sangre espesa y roja que se mezclaban con saliva y el humor acuoso del ojo reventado.

Disfrutaba de aquel vaivén del cuerpo vacilante y sangrante, atrapado en la decisión de morir de una vez.  El ojo colgando le daba un aire ridículo, a adorno navideño colgado de la rama del pérfido arbolito.  El tipo cayó de rodillas mientras los sesos caían entre sus dedos regordetes. La miraba con el único ojo, que perdido, ya no enfocaba la vida. Levantó una mano tocándose la cabeza abierta, sus dedos entraron hasta el cerebro palpitante, un sonido animal salió de su chueca boca, ahora deforme, un quejido escalofriante que helaría la sangre al ser más vil.

Se acercó a él blandiendo el martillo, lo levantó reflejando en su mirada su sádico placer, el infeliz trato de cubrir su rostro a lo inevitable. El martillo cayó una y otra vez, se hundió en el otro ojo, cegándolo, la sangre caliente salpicaba al piso y muros creando obras de arte entrañables, nunca antes mejor dicho.

El hombre babeaba ya desfalleciente, su cuerpo temblaba en espasmos que sacudían sus miembros inertes. Lo tomó de uno de los brazos y con gran esfuerzo lo arrastró hacia la cocina. Pues más era la excitación y el deber que su propia debilidad. Movía la cabeza tratando de mirar a través de las cuencas sangrantes.

Ahí estaba brillante, siempre limpia, siempre reflejando como ella iba acercándose con la carne del día.

Herencia de su madre que le había dado el mismo uso.

Como pudo sentó al hombre en la silla más cercana a la pequeña mesita, jaló el mismo brazo y con cuidado de cirujano metió los gordos dedos en la boca de la antigua moledora de carne que afilada esperaba su alimento.

Daba vueltas a la manija que movía las cuchillas, que cortaban y molían la carne que se les ofrecía. Estimulada por los quejidos sordos del hombre, que le demostraban que aun sentía un ápice de dolor,  hacia esfuerzos por darle vueltas a la manija para lograr moler musculo y cartílago.

Por el otro extremo, pequeños gusanos rojos y jugosos salían en un pequeño y primoroso plato decorado con pequeños gatitos rosa. Lo iban llenando hasta que se rebalsaba sobre la mesa. Había que sacar las uñas que habían quedado enteras. Los dedos fueron fáciles, los brazos se mezclaban entre el rojo del músculo y el blanco del cartílago formando gusanitos bicolor.

Se preguntaba hasta donde tendría que moler de él para que finalmente muriera, faltaba poco y sus quejidos se iban apagando. Al llegar al codo, tomó el machete cortando el brazo. El codo no se podía moler. Tendría que cortar el cuerpo en trozos.

Ese gordo le serviría para algunas semanas.

Los niños habían despertado por el ruido y el olorcito de la sangre fresca. Se acercaban asomando sus caritas curiosas, sus grandes ojos brillaron al contemplar sus platitos llenos de fresca carne.

“A comer mis niños” – avisaba la hermosa pelirroja con el vestido de seda verde pegado a su cuerpo, no solo por su voluptuosidad sino por la sangre y el sudor impregnados. Se agachaba dejando los platitos sanguinolentos en el piso de la cocina como las más afectuosa madre.


Los niños se acercaban presurosos humedeciendo sus boquitas en la carne recién molida y agradeciendo a quien la traía para ellos con los más amorosos maullidos. 


*Muchas gracias a Edgar K. Yera por la inspiración.

**Encuentren el sentir de la victima en la seguidilla Abnegación de Zesar.

sábado, 18 de febrero de 2017

MI NIÑO

Es ese profundo azul el que me tiene perdida, 
Como el mar embravecido de tus ojos infinitos.
Ojos de niño, de hombre, de cachorro que ha vivido.
Bajo tus cejas oscuras escondes eterno abismo 
En el que yo caigo en celo cada vez que yo lo miro.

Mi niño hombre, mi niño, que quiere crecer conmigo 
Que toma mis años truncos para poder revivirlos
Y que me abraza en sus mieles de juventud bendecido.

El otoño y el verano en amantes convertidos, 
Uno cristalina agua, el otro ya añejo vino,
Uno recogiendo pasos, el otro empieza el camino. 
Amantes incomprendidos, pero tan llenos de bríos, 
De la mano se sonríen y miran el mundo altivos.




domingo, 12 de febrero de 2017

HOMO LUPUS



*Favor leer el relato con la melodía adjunta.

Su cabello rojo volaba como llamaradas de un incendio letal, el delgado vestido cual alas de hada se  oponía rudamente a su apariencia feroz. Cubría apenas su cuerpo en el frio invernal de las calles parisinas en las cuales la niebla reinaba como soberana tirana.

Angelique se escondía de la luna plateada, aquella que la seguía desde que tenía memoria, su influjo la vencía en mente y cuerpo.

Maldición mensual lejos de la menstruación que ya era un fastidio. Corrió a refugiarse en el rincón más oscuro que encontró en las viejas callejuelas cuyos adoquines sonaban como antiguo clavicordio tocados por la insipiente lluvia que avecinaba un gran chubasco.

Las farolas de aceite apenas alumbraban el lugar y los carruajes la salpicaban de sucia agua al pasar presurosos. El escuálido vestido se le pegaba al cuerpo pero no sentía frío, estaba en su naturaleza no tenerlo.

Llegó a la cripta de su familia, la noble casa De Brienne, el clavicordio de cristalinas gotas seguía tocando en su mente, se sintió segura alrededor de sus muertos. Abrió los brazos y bailó, libre, ajena a su tragedia.

Tomó uno de los cráneos en la mano y danzó, voló con el más allá de la cantarina lluvia que la acompasaba.

Su cabello de fuego iluminaba el lugar así como su piel blanquecina. Hermosos ojos pardos que almendrados despertaban cualquier placer, desde el más platónico al más delirante y sádico.

Cayó al piso presa de los dolores del cambio.

Se ovilló en el piso abrazando sus rodillas, tocando su vientre al dolor insoportable. Sus huesos sobresalieron, su columna se partió alargándose en una extensión de cola. Sus redondos senos perfectos como copas del cristal más fino en atlético esternón se transformaron. Sus miembros deformes doblaron las rodillas, codos y articulaciones hacia atrás. El hermoso rostro contrahecho en un Largo hocico babeaba al asomarse los puntiagudos colmillos.

El fuerte aguacero acalló sus gritos de dolor.

Su rojo cabello convertido en sedoso pelaje del mismo color cubría su bestial figura que se arrastraba intentando ponerse de pie. Solo sus ojos pardos contaban su historia, solo sus pupilas denotaban su longevidad.

Al fin, de pie en sus cuatro patas, caminó por el piso pétreo del mausoleo, salió de el pasando por los jardines del cementerio, que mejor lugar para un alma muerta, para un corazón fallecido. Llego al pequeño arroyo, bebió.

Su hocico formaba círculos concéntricos de agua al tocarla. El brillo de sus ojos en el reflejo llamó su atención. Sus pupilas era lo único que mostraba su humanidad al que se atreviera a llegar tan cerca de ella. Aulló iluminada por la luna, su cuerpo resplandecía bajo sus rayos plateados como madre que presenta orgullosa a su hija amada. 

El olor de la manada llegaba a su nariz sensible por su, ahora, naturaleza animal. No quería seguirlo, ella era una cazadora solitaria. La luna la miraba sonriente y burlona de su influjo.

Se sentó al borde del arroyo cristalino, su sonido la calmaba y lamió las heridas que tenía su piel al abrirse en la transformación, pronto cicatrizarían. Sus orejas se movían individualmente a cada sonido del lugar, el aire atravesaba su pelaje que bailaba con la brisa nocturna. La llovizna comenzó a arreciar con su sonido a clavicordio perforando sus oídos.

Levantó la cola airosa, Loba Roja la llamaban en el lugar, Muerte Escarlata la nombraban.

El hambre incontenible lleno su estómago, los jugos gástricos la hacían salivar llenando su hocico. Sin pensarlo, ya sus patas la llevaban a las afueras del lugar, a la ciudad llena de bocados racionales.


Una pata precedió a la otra, echóse a andar. 



*Si quieres acompañar a Angelique en su cacería, click aquí.